Mamás: las odiamos, las amamos, las volvemos a odiar, pero siempre, al final del día, las terminamos por amar.
Y es que es inevitable, realmente inevitable, molestarte por tu mamá por mucho tiempo. Lo digo por experiencia: creo ser, no, estoy segura que soy una de las personas que más discute con su mamá (es en serio, hay días en los que discutimos más de veinte veces por hora gracias a que ambas somos un manojo de bipolaridad andante); sin embargo, nunca, nunca, por más que he intentado, he logrado resentirme o molestarme mucho tiempo con ella. Simplemente no puedo. Por más que lo intento no puedo. Por más que me aferro a sus errores y a sus golpes, yo no puedo. Lo he intentando un millón de veces, y siempre fallo: no puede pasar mucho tiempo hasta que la extrañe, hasta que la necesite y, aceptando sus disculpas, decida amistarme con ella... por milésima vez.
Y quizás sea por una simple y sencilla razón: yo la amo.
Sí, con todos sus defectos y virtudes amo a mi mamá: alegre, inmadura, jaranera, dependiente, jodida, maniática del orden, impulsiva, luchadora, trabajadora. Así, yo la amo. Y aunque hayan días en que no la soporte, también existen días como hoy en los que veo cómo se esfuerza por tenerme a su lado. Cómo se esfuerza por no volver a equivocarse. Cómo se esfuerza por no perderme... y no lo hará. Nos une un lazo que va más allá de un cordón umbilical; más allá de una muestra de ADN... más allá: nos unen los momentos. Nos une aquella primera mirada que nos dimos cuando yo llegué al mundo. Aquella palabra que me enseñó y yo, fielmente, repetí. Nos unen nuestras anécdotas, nuestras alegrías, nuestras derrotas y, también, nuestras peleas. Nos unen estos dieciochos años de vida compartida.
Aunque suene poco, nos une mucho. Y no hay fuerza capaz de romper aquel lazo. Se que ella se equivoca mucho, pero también, se que yo no soy un pan de Dios. Yo soy una malhumorada, una jodida, una bipolar, una llorona... soy un cuco disfrazado de ángel o un ángel al que le encanta jugar de cuco. Alto, quizás el problema no irradie en cómo somos, sino en que, sorpresivamente, somos tan distintas como iguales.
Quién diría.
Como sea, el punto es que ni ella ni yo somos perfectas. En serio, si hay un par de madres e hijas imperfectas en la faz de la tierra, esas somos nosotras: pequeños desastres andantes que aprenden de la otra. Que sobreviven superando cada golpe de la vida. Que viven, bailan, sienten, aman (bueno, yo todavía no) y, más importante aún, que se aman.
Sí, mi mamá y yo nos amamos. Peleamos, nos odiamos, pecamos en palabras, pero en el fondo amamos esta relación madre e hija, tan particular, tan única y tan, pero tan especial que tenemos.
Gracias por el día de hoy má, después de tres semanas sin vernos, me demostraste que ya no hay razón para no venir: tú me quieres aquí, en tu vida.
Y yo también te quiero aquí, en la mía, bien adentro para que me jodas cada que lo necesito, para que me limpies las lágrimas cada que salgan sin parar, para que me des tus consejos de vida cada que los necesite.
Yo te quiero en mi vida y siempre te voy a querer ahí.
Te amo má. Te amo.